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El extraño caso del chupacabras

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Foto: Filiberto Pinzón y Juan Torneros
Los habitantes de Chiscas, una población boyacense que se encarama en lo alto de la cordillera, creen que al pueblo llegó el chupacabras.

 

De las mandíbulas salen cuatro colmillos enormes y desgastados. El cráneo está amarillento, corroído y apolillado. Cuando el guardián de aquel cuerpo óseo abre con precaución, y mirando a lado y lado, el frasco que lo contuvo el último año, emerge el hedor de la muerte, la putrefacción, la carne consumida por los meses y vuelan pequeñísimos insectos ocres.

Llegó el animal

Eliécer Pérez se apunta hasta el último botón de su camisa a cuadros perfectamente planchada.

Es un hombre de apariencia impecable. Se arregla el bigote, poblado como el de un prócer, y se acomoda el sombrero que le cubre una cicatriz que le quedó de testimonio de una reciente y delicada operación, que casi se lo lleva al más allá. Tiene 45 años, pero por sus modales y calma parece mucho mayor. Carga una musculosa carpeta debajo del brazo, llena de documentos que reúnen los testimonios de decenas de campesinos, en los que se narra la misteriosa aparición de una criatura que acabó con el ganado y los nervios de sus paisanos.

Eliécer se sienta y acomoda su cuerpo grueso como roble en una vieja banca de su recién inaugurado hotel, que por demás es el único del pueblo, aparte de dos pequeñas posadas que, por lo general, permanecen sin más poblador que sus propietarios. Se limpia la frente con un pañuelo y dice que todo el asunto fue muy extraño, que él le dedicó meses de investigación, pues su posición para el momento como director de la Umata (Unidad Municipal de Asistencia Técnica Agropecuaria) le exigía acción inmediata.

Busca entre sus papeles y, luego de hojearlos y aspirar profundo, como forzando aún a su cerebro a encontrar soluciones lógicas y palabras que no suenen a disparate, afirma que lo que por aquí pasó fue una criatura desconocida por el hombre. La palabra "hombre" la dice despacio y expirada, casi con cansancio. Hace una pausa y luego dice que hubo miedo, pero que ya todos están tranquilos porque ya pasó, porque el chupacabras ha muerto, aunque varios chiscanos digan que no es así, que tienen la prueba, que dentro de un recipiente plástico guardan un cráneo, que ese cráneo cabe en la palma de una mano y que ese es el último recuerdo de un ser mítico. La verdad está aquí adentro.

Y la verdad inicia con una historia sobre una mañana de marzo del 2005, cuando Miguel León, un labriego, como la mayoría de las personas de por aquí, descubrió que varias de sus cabras permanecían en una inmovilidad mineral. Don Miguel, que conoce bien a sus animales, sospechó que algo andaba mal, por lo que decidió revisar qué sucedía y descubrió que nueve de ellas estaban muertas. Pero más que muertas, estaban extrañamente muertas, pues todas tenían un pequeñísimo orificio en sus cuellos y (más tarde lo descubriría) la totalidad de su sangre había sido extraída. No hubo huellas, nadie vio ni escuchó nada.

Vigilando por si vuelve

Chiscas es más grande que un caserío pero más pequeño que un pueblo estándar.

Cuatro cuadras al norte, otras cuatro al sur y un número ídem al este y al oeste. Hay una plaza con una cancha de baloncesto y microfútbol, una iglesia, una escuela, un centro médico y un palacio municipal. Cuenta con servicios de alcantarillado, electricidad, televisión, una intermitente señal de celular y, hasta hace algunos meses, Internet. El contacto con el mundo exterior es limitado, pero aún así llegó una leyenda transnacional.

El chupacabras, al igual que otros colegas suyos como el monstruo del lago Ness, Pie Grande y, quién sabe, hasta el vernáculo Hombre caimán, empezó con un extraño evento, una sumatoria de rumores y la adhesión de curiosos que, las más de las veces, repetían historias prestadas.

Sin embargo, su bautizo y clasificación en la taxonomía del imposible como chupacabras, se lo debe al Discovery Channel, uno de los canales que por cosas del destino y del satélite tienen mejor recepción en los televisores de los chiscanos.

Hace dos años, con las caras iluminadas por la ubicua radiación de la pantalla, el millar de habitantes del pueblo atestiguaron en diferido los fenómenos ocurridos en Centroamérica, que les resultaron bastante parecidos a los que sucedían en los alrededores del pueblo.

"El caso de Chiscas se puede asociar a casos idénticos presentados en México, Puerto Rico, Argentina, Chile y Perú, donde todos apuntan a una extraña criatura denominaba chupacabras", afirmaba Eliécer Pérez, con convicción de fundamentalista, cuando todavía era director de la Umata.

La conclusión fue que el misterio se clonaba en suelo boyacense, que el chupacabras estaba aquí, entre ellos, acechando, volando por encima de los tejados; que Chiscas tenía su propio enigma, que después de todo ya no estaban tan solos ni tan lejos del mundo. Alguien, finalmente, llegaba de visita. Así fuera el mismísimo demonio.

Los rayos solares atraviesan el ozono con furia y la mañana cae lacerante sobre la piel. Son las ocho y ya está tarde para comenzar el día, según los horarios campesinos. En la cuchilla de la montaña los pastores esperan a sus cabras, que precipicio abajo, en la orilla del río, comen yerbas y arbustos.

Los pastores están muy atentos de sus animales, pues si bien el chupacabras lleva muerto un año, ya hay quienes dicen que dejó descendencia y que sus herederos siguen el legado sangriento de su padre. Luis Eduardo, hombre pequeño, sólido como roca y de voz tenue, perdió cuatro animales hace un par de años, cuando el asunto apenas estaba pasando de castaño a oscuro. Parado en el borde del precipicio y con la mano firme en el mango del machete, vigila mientras escarba en el cajón de su memoria. Ahora lo ve.

Recuerda que eran las 10 de una mañana fría como siempre. Las imágenes emergen: su hijo corriendo a casa con expresión de acontecimiento funesto, la noticia de varios animales muertos, su llegada hasta la orilla del río, los cuatro cuerpos de los animales, los diminutos orificios en sus cuellos. No había rastros del atacante.

Luis se sumerge más en la evocación y se ve cortando la carne de una de las víctimas, ve ese raro color blanco de los músculos emergiendo, la ausencia absoluta de sangre. Ese día, por la tarde, lo recuerda tan bien que casi puede oler aquel humo negro y pesado, prendió una hoguera para quemar los cuerpos, porque temía que los cadáveres estuvieran malditos. Eso era lo que todos murmuraban.

La leyenda trasnacional

La biografía del chupacabras es tan irregular y borrosa como sus supuestas fotos.

Su vida, como miembro activo de la mitología de esta aldea global, comienza en 1975 en Puerto Rico, cuando aparecieron varios animales de granja asesinados por lo que se podría describir como una misteriosa especie de vampiro. Pero fue hasta la década de los 90 que el chupacabras saltó a la fama y se consolidó como el monstruo más popular de América Latina, cuando comenzó a dejar víctimas caprinas a lo largo y ancho del continente.

En la cúspide de su gloria logró que le compusieran una canción, que se convirtió en el éxito de la agrupación rap 'Tiro de gracia', que cantaba: "Batman, Superman, Aquaman, Redman / no, no se comparan con el chup chupacabras".

Todo, mientras los testigos con cara de situación les decían al canal 'Infinito' y al programa 'Al rojo vivo', que el chupacabras tenía alas, que era un fantasma, que lo habían visto saltar como canguro o que sus ojos refulgían en la oscuridad. Y todo era verdad, lo juro.

A Chiscas la asoló durante casi un año. En ese tiempo devoró con fruición los fluidos de 316 animales, que pertenecían a 45 campesinos, que perdieron en conjunto poco más de 25 millones de pesos. Pero hasta aquí no llegó ninguna cámara. No hubo escándalos ni investigaciones ni médiums ni cazadores de ovnis ni iluminados. Los chiscanos estaban solos en la lucha contra el misterioso agresor.

En el pueblo muchas cosas habían cambiado. Luego de los primeros ataques los habitantes se declararon a sí mismos en estado de alerta. Las cantinas y tiendas se vaciaron luego de que el sol se ocultó. Los rumores de más avistamientos y víctimas se multiplicaron. Se dijo, con más imaginación que fundamento, que el chupacabras había atacado a una niña, que se había llevado a una mujer infiel, que castigaba a los que vivían en pecado.

"Si usted vive con mujer / sin ir primero al altar / cuídese que el chupacabras / lo puede ir a visitar", cantaban los músicos locales, que también aprovechaban para teorizar con rimas como: "dicen que el chupacabras /es cosa de Lucifer / porque causa mucho daño / y no se deja ni ver".

Y ni siquiera la suegra se salvaba de la in- fl uencia musical del visitante: "mi suegra se ofreció un día / pa' cuidarme las cabritas / pero llegó el chupacabras / y me asustó a la viejita".

Los chiscanos tenían un plan y para el chupacabras los días estaban contados. Con sus escopetas de fisto y acompañados por sus perros, los campesinos comenzaron a patrullar las áreas por las que aparentemente se movía su escurridizo enemigo.

Algunos dijeron que lo vieron a lo lejos deambular por la orilla del río. Gerson, el hijo de Luis Eduardo, dijo que vio su sombra, que era grande como la de un potro, pero que cuando lo comenzó a perseguir simplemente se esfumó.

Un borracho aseguró que se lo encontró de camino a casa, que parecía un gato pero con alas y que el susto le quitó la ebriedad. Otros repetían que se aparecía debajo de un puente y que cada vez que lo hacía, dejaba impregnado de azufre el lugar. Todos tuvieron su versión.

Pero no sería un hombre el que le daría muerte, pues de eso se encargó el fiero Tarzán, un enorme y hosco perro amarillo, propiedad de don Jesús Antonio, que aprovechó un error del chupacabras para cobrarle con su vida un año de terror. La madrugada del 2 de noviembre del 2006, el día en que se celebra el Día de los difuntos, terminaría esta historia. Tarzán, ahora, plácidamente echado sobre la carretera destapada, se lame el hocico.

El final del monstruo

Para esa noche Don Jesús Antonio ya había perdido seis cabras y una ternera de 20 días, cuando a las 8 pm el chupacabras volvió a atacar.

El escándalo de los animales en el corral lo alertó y, como a sus 60 años ya no está para persecuciones, decidió enviar a sus perros para que enfrentaran al intruso.

Tarzán y Toby se lanzaron a la lucha y se sumergieron en el monte. De otras fincas salieron refuerzos cánidos para apoyar en el combate. Los ladridos rompieron el silencio de la noche y, en acción cinematográfica, una lluvia torrencial acompañada de truenos sirvió de banda sonora a los eventos que se extenderían hasta el amanecer.

Don Jesús retrocede las manecillas de su memoria y recuerda que se encerró en la casa, mientras la pelea se intensificaba, mientras los gruñidos atravesaban el aire y helaban los huesos.

Los perros seguían atacando y algunos regresaban heridos y cansados. "Eso era como escuchar al diablo", dice mientras mete un par de dedos en su sombrero y se rasca la cabeza.

Cuando comenzó a clarear se escucharon los últimos gruñidos y un perro regresó a morir donde su amo. Don Jesús esperó y de pronto se hizo un silencio monástico, que apenas era fracturado por los trinos de las aves.

El hombre se puso las botas y caminó, no sin desconfianza, hasta donde se desarrolló la batalla. Llegó a una pequeña explanada y encontró la sangre que narraba el episodio violento, encontró a Tarzán con el cráneo del supuesto chupacabras en sus mandíbulas, royéndolo con calma y cubierto de las rojas entrañas del perdedor. Tarzán, victorioso, no dejaría ese cráneo hasta varias horas más tarde.

Eliécer Pérez conserva lo que quedó del cuerpo, guarda ese pequeño cráneo en un recipiente plástico.

Lo saca y lo entrega a quien les cuenta esta historia, diciendo que él también quiere saber qué es, por lo que sugiere que lo lleve a Bogotá para entregarlo a un experto que lo estudie. En el pueblo la mayoría ha vuelto a respirar tranquila, aunque algunos hablan de nuevos ataques.

Continuará...

por.Mr.x

El ex director de Umata dice que esta vez los culpables son los perros, que la gente inventa mucho. Pero algunos campesinos como don Jesús Antonio, insisten en que el chupacabras ha vuelto y, esta vez, para quedarse. Todos miran a lado y lado.

Pero esta historia queda en puntos suspensivos, queda pendiente de un dictamen científico. ¿Habrá muerto el chupacabras?, ¿los chiscanos estarán libres de su maldición?, ¿todo será fruto de la imaginación? Estas y otras respuestas en nuestra próxima edición. ¿Qué demonios descubrimos?

Algunos dicen, mientras se persignan, que ese es el cadáver del mismísimo diablo o, al menos, de uno de sus siniestros ayudantes. Otros niegan y miran al cielo y juran que más bien tiene un origen cósmico, que es un visitante de otro mundo. Los que no creen en demonios ni en visitantes extraterrestres con ánimos ecoturísticos, tuercen la boca y, con un rictus de incredulidad, aseguran que ese animal no es otra cosa que el resultado de un descontrolado, y seguramente esquizoide, experimento científico.

La noche está muy fría y los truenos suenan detrás de la montaña, los músculos se contraen, las pupilas se dilatan en la oscuridad. En la calle ya no queda un alma. El escritor de ciencia ficción Philip K. Dick habría elaborado una gran teoría que uniera con absoluta lógica las otras tres. Bram Stoker seguramente habría escrito una continuación más ecuatorial de Drácula.

Aquí la noche no cae, se levanta. Chiscas (Boyacá) es un pueblo que conoce muy bien el significado de la expresión "al final del camino", pues se estableció precisamente donde no hay nada más, en el último lugar hasta donde el hombre animó su colonización, donde termina una trocha capaz de acabar con el riñón más recio, que se abre paso entre la cordillera Oriental hasta que la sierra nevada del Cocuy se interpone como muralla. Chiscas a 72°, 30', 12'' al oeste de meridiano Greenwich, se encarama solitaria en la montaña.

Desde la carretera que bordea el precipicio, las escasas luces del encumbrado lugar parecen levitar en la oscuridad. Este pueblo bien podría ser la versión andina de la balcánica Transilvania.

Hasta aquí llegan muy pocos, el pueblo apenas tiene 1.200 tímidos y 'enruanados' habitantes, que muy de vez en cuando ven a un forastero. De hecho, la suerte con los visitantes no es una constante en su historia, pues varios de ellos se han distinguido por su crueldad y carácter sanguinario.

El chupacabras no es el primero. En 1536 llegó hasta estas tierras Jorge de Spira, un alemán que hizo fama por su crueldad con los indígenas y que intentó, con pocos resultados, someter a los fieros habitantes andinos; luego, nueve años más tarde, arribó el conquistador Hernán Pérez de Quesada (hermano de Gonzalo Jiménez de Quesada), quien doblegó a sangre y fuego a los locales y puso fin a la resistencia nativa.

Siglos después, en el año 2000, la guerrilla hizo lo propio cuando se tomó y destruyó parte del pueblo, para instalarse a sus anchas durante tres años, hasta que las fuerzas militares regresaron para expulsarlos. También hubo incursiones de paramilitares.

Es verdad, los chiscanos saben de miedo, de miedo tangible y real. Conocen los alcances y el increíble talento para la brutalidad de los de su especie, pero hasta hace poco conocieron el temor a lo sobrenatural, el temor a lo que no se ve, el miedo a aquello que está más cerca del sueño-pesadilla que de la vigilia, el miedo a eso que llegó justo cuando creyeron que todo estaba en paz.

A su último visitante no lo vieron, lo intuyeron o, a lo sumo, lo oyeron y, así, inasible y gaseoso, llenó de zozobra a los locales, que dicen que un ser siniestro arribó sin aviso ni invitación. Se escuchó por plazas, veredas y tiendas, que el patas estaba de paso.

Todos bebieron con dificultad ese sorbo de guarapo, todos corrieron a encerrarse muy temprano y se hizo un silencio rotundo después de que el reloj diera las seis y media de la tarde, justo cuando el que se deslizó en las sombras empezó a dejar los cuerpos de decenas de animales sin una gota de sangre. El chupacabras, dicen, había llegado al lugar más apartado de Boyacá.

 

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